viernes, 26 de marzo de 2010

Sociedad literaria: Borges & Borges

Por Diego Kenis (*)

No resulta extraño que un escritor reconozca que lo habitan “innumerables otros”, al de decir de Pessoa citado por Benedetti. En principio, quien escribe suele diferir de aquel que ama, regatea el precio de tomates o, por mayor que sea el compromiso, milita, aunque siga llamándonos la atención la extraordinaria coherencia de escritores como Walsh o Scalabrini Ortiz. Es que en esa radical diferencia, que en algunos casos podemos llamar cronológica maduración, se esconde el valor central del compromiso intelectual para con una realidad combatida o desdeñada.

Pero además, o quizá por ello mismo, hay artistas que prefieren pensarlo todo desde otros ángulos y se dan otra entidad, Juan de Mairena o Nicolás Bródel, que les permite ahorrarse temporalmente el equipaje de su firma al pie. Están allí, pero en mínimos o máximos detalles es ajeno su estilo o su palabra, y en eso reside la riqueza del escrito. La experiencia de vivir todas las vidas resultaba el mayor objetivo de los Hombres Sensibles de Flores, mayúsculas de Manual Mandeb o Alejandro Dolina.

Por ende, resulta casi natural que el Borges del setenta se haya encontrado dos veces consigo mismo, sin contar todas aquellas en las que la presencia de la otredad se intuye o adivina: El Hacedor, Utopía de un Hombre que está Cansado o el relato de las esquinas rojas o rosadas. Distintos son sus dos escritos referidos, los de El Otro y Borges y Yo. Ambos conjugan la atmósfera dostoievskiana de El Doble con el anhelo de libertad del “yo” cautivo o la amonestación que el anciano hace al adolescente sobre ideas políticas y literarias.

Curiosamente, si bien se mira, no es el joven ginebrino sino el conservador septuagenario quien parece quedar en posición adelantada, guiño quizá de aquel que escribía y contenía a ambos: el Borges de Cambridge ya no creía en los cuadros de Dostoievski, pero permanece atrapado en un cuento que asemeja sus neblinosas telarañas. A la inversa, el joven del relato autobiográfico descubre en aquel momento que no proseguirá su examen de los libros del novelista ruso que considera alto maestro del alma humana. ¿Fue esa traumática experiencia en las juveniles orillas del Charles la que lo hizo desistir del tren nevado de los Karamasov?

Como las concepciones políticas que el mayor esboza imbuido en un conservadurismo que presume falaz pese a su abrazo, el encuentro del hombre con su sombra adolescente o geronte es circular y no hace caso a la mención del lineal Heráclito ni pueden, aunque coinciden en subrayar el recambio generacional como temible anticipo de la muerte o los ideales revolucionarios como mera etapa de maduración de un joven, asemejarse a las que planteaba su amigo Bioy en el Diario de la Guerra del Cerdo, donde el concepto de edad como aristocracia social sirve de excusa para plantear el eterno problema del miedo a la muerte y narrar una insólita historia de amor atemporal.

Contracaras o complementos también, Bioy y Borges parieron por aquellos años a un detective de lo absurdo y lo satírico, que parodiaba al benemérito Padre Brown y al sagaz Sherlock Holmes y era, una vez más, un alter ego. Esta vez, por partida doble.

(*) Publicado por la revista Transiciones Nº 26, Mar del Plata, 2009.

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